El Arpón

Federico Ayazo Vélez

El pueblo estaba de fiesta. Las angostas calles se alzaban ataviadas de guirnaldas y luces especiales para la ocasión. Nadie pensaba en su miseria, su acostumbrado estómago vacío o en sus familiares desaparecidos tiempo atrás. Giraban en torno al convite, al licor y la alta música.

Los campesinos descendían de sus fértiles tierras, ubicadas en el filo de la montaña, rumbo a la cancha del centro donde se concentraba la algarabía. Lucían sus mejores prendas. Gastaban las pocas monedas que tanto habían sudado y padecido labrando en cerveza y ron barato. Sus esposas, en los humildes ranchos, rezongaban.

Gran cantidad de visitantes resbalaban ansiosos en los botes, un poco acalambrados por el recorrido y totalmente aturdidos por la suntuosidad del lugar: rodeados por doquier de la soberbia naturaleza, el océano, los innumerables insectos y demás animales, la selva y el crimen.

Se debía caminar con cautela entre la abigarrada muchedumbre para no tropezar con nadie, en especial, con los bravucones del territorio que, en aquel deplorable estado de sus excentricidades, tras varios días de fiesta, podrían iniciar un caos.

Era una de las épocas más prolijas del año para el pueblo: comercio, artesanías y turismo. Los pescadores, los mozos, los guías, los cocineros, los artesanos e incluso los obreros, trabajaban desesperados día y noche en busca de cualquier capital, muchas veces a expensas de los ingenuos extranjeros que, aún consternados por el paisaje, regalaban fortunas por cualquier marisco o coco típico de la región.

Todavía no era de noche. El sol estaba hastiado ya de alimentarse, desde últimas horas de la madrugada, de la blanca y bonachona carne que arribaba al puerto. Había bajado su guardia. Entretanto, subía el ritmo de los tambores y los acordeones, se alzaban las manos ciegas buscando copas para brindar y celebrar, se amontonaba la basura a los pies del frenesí.

En un conocido hotel junto al malecón festejaba un sospechoso grupo de negociantes. Sus ‘amigos’ gozaban de fama en cada rincón del pueblo, incluso en la desfachatada estación de policía. Pasaban sus días sin percance, traficando a su antojo; a tal punto que parecían intocables, como si hubiesen hecho una especie de pacto con Nia, diablo del sector. Se emborrachaban y drogaban sin reparo a la vista, al compás de las olas. Casi ni podían mantenerse en pie. Pero, no querían detenerse.

Caído el crepúsculo, y algunas necedades ya, con soberanía exclusiva de las estrellas en el firmamento, quedaban aún muchas botellas de licor y poca cocaína para soportarlas. De inmediato, contactaron al corpulento Ne-jo, presunto aliado y heraldo de sus amigos, conocido ladrón del pueblo desde chico, hombre despreciable, desviado y abusador.

Una vez recibió indicaciones, se dirigió al barrio de los chilapos, cerca del malecón; allí, donde los terratenientes–en algún lugar–esconden sus mercancías. Habló con el encargado del insospechado domicilio, le entregó su tajada, cogió lo que necesitaba y regresó apurado al hotel. Pensaba ligar más tarde esa noche, no quería perder tiempo. En casa, una esbelta y joven morena, lo esperaba deseosa.

Repartió al grupo de negociantes su pedido, esperó que le dieran su parte e inhaló unas cuantas líneas. Cada uno entregó su parte y se dispusieron de nuevo a seguir con la fiesta. Sin embargo, Ne-jo los detuvo, exaltado e insatisfecho. No habían cumplido el trato. Contaba una y otra vez los billetes, desesperado, y no eran suficientes, no eran lo que tenía en mente. Los maldijo durante algunos minutos e, incluso, golpeó una viga de madera para demostrar la fuerza primitiva de sus brazos, como un intento de intimidarlos. Pero luego de unos instantes, un oloroso y refinado anciano, de palabras sensatas, lo exhortó a abandonar el lugar. Le recordó cuán inferior y vulnerable era con respecto a sus aliados, le pidió que se calmase y aceptara aquello que le habían dado.

En medio de la ira, Ne-jo salió del lugar, un tanto enceguecido por la situación, encaminándose hacia el centro. Bebió unas copas con sus compatriotas y fue a casa. Penetró repetidas veces con violencia a la ingenua e ilusionada chica que daba lo mejor de sí, mientras pensaba el modo de reclamar lo suyo, lo que había ganado con sudor.

Al eyacular se desplomó en la cama por unos segundos. Cuando la hermosa joven morena intentó abrazarlo y acostarse en su regazo, para acariciarlo tiernamente, la rechazó de forma vehemente, se levantó, se encajó la ropa y salió. Se tomó otras copas y esperó a que durmieran en el hotel. Para su indeseada fortuna, aquel día no resistieron mucho el trajín y cayeron rendidos pronto, no muy entrada la noche, en hamacas y colchones distribuidos por todo el lugar. En aquel estado, totalmente profundos, no habían acatado guardar sus pertenencias. Dejaron las billeteras, los relojes y teléfonos móviles en las mesas que se encontraban en el primer piso, sin protección alguna.

Ne-jo no podía creerlo. A lo largo de su carrera en el hampa nunca había tenido tan fácil tarea como hasta ahora. Inhaló un poco de lo que había quedado y cogió lo que pudo con sus largas extremidades. Presa del júbilo sonrió vertiginosamente y se vio a sí mismo en el espejo. Pobre canalla.

Tras reclamar su botín fue a emborracharse en el centro hasta que se cortó la electricidad, como era acostumbrado a comienzos de la madrugada en el pueblo. Tambaleándose de un lado a otro, aletargado, se dirigió a su morada dispuesto a dormitar; absolutamente desprevenido de los hechos que sobrevendrían. En un abrir y cerrar de ojos cayó extenuado.

Todo estaba dispuesto. El misterioso hombre, conocido por todos, agarró el arpón metálico de pesca y la linterna, ubicados en el cuarto de atrás de la cocina del hotel y fue hacia la casa de Ne-jo. Abrió la puerta ágilmente y buscó con sigilo en cada cuarto. En su alcoba–yerto y semidesnudo–roncaba completamente inerme.

Con gran eficiencia, el hombre clavó el artefacto puntiagudo en la espalda de Ne-jo atravesando sus pulmones y desapareció. Como pudo, casi inmóvil y prisionero de un dolor insoportable, Ne-jo abrió sus ojos en medio de la abismal oscuridad e intentó gritar, pero no tenía suficiente aire. Se puso de pie mientras chorreaba borbotones de sangre. Intentó retirar el arpón de su espalda en vano. Estaba demasiado adherido a su cuerpo. No había nada qué hacer. Lo sabía.

Tal vez desde hacía tiempo conocía su destino. Estaba prescrito e Intentó prepararse muchas veces para la ocasión, pero nunca imaginó que fuera así. Brotaron lágrimas de sus ojos corrompidos, que tanto habían visto. Sabía bien quién le estaba cobrando, quién le había jugado la mala pasada. Era tarde, a nadie podía pedir auxilio. Alcanzó a cobijarlo la culpa. Se desangraba.

Como pudo se dirigió al baño, pero antes de que pudiese tomar un sorbo de agua, cayó de rodillas al suelo, cerca del inodoro. Sentía un frío infernal y temblaba. No pensaba ya en sus días, sabía que pronto terminarían. Cada vez le costaba más respirar. Se acostó en el suelo y fijó su mirada en el frágil techo de plástico. Pronto murió como un animal, sin poder decir qué lo aquejaba, sin poder despedirse del mundo, ahogado en su propia sangre, absolutamente solo y desvalido, entre la soberbia oscuridad.

En la mañana, su enamorada arribó a su casa, esperando que desayunaran juntos y pudiesen planear lo que harían ese día, porque el pueblo seguía de fiesta. Asustada al ver la puerta entreabierta, se dirigió a su alcoba, pero antes de llegar lo encontró en el baño tendido, completamente lívido y entumecido, con la mirada perdida. Estaba muerto.

Abatida, la muchacha corrió como pudo a la estación de policía para informar los hechos. Pronto la noticia corrió por el pueblo y se esparcieron los rumores. Muchos suspiraron con una especie de alivio. Se habían demorado, pensaban, la plaga debe eliminarse.

No era ningún misterio. Sabían perfectamente qué había ocurrido. Los policías cercaron la escena del crimen mientras pasaba la novedad. Entre la morbosa multitud, retiraron el cuerpo cubierto por una cobija, lo depositaron en un oscuro cuarto de la estación hasta enterrarlo al día siguiente. Archivaron el caso. Y se fueron a bailar.